Corto nació en La Valeta (Malta), fruto de un pelirrojo marino Inglés y de «La Niña de Gibraltar». En su infancia cordobesa, una gitana amiga de su mamá al intentar descifrar su pequeña manita advirtió que le faltaba la línea de la suerte. Horrorizada fue con las nuevas a su madre que al intentar cerciorarse quedó horrorizada también. Horrorizada, al ver que la criatura se la había dibujado a navaja más larga si cabe que su propia vida.
Madrid. Prosperidad. Viernes. Nochentas.
Yo ya me iba. Estaba frente al guardarropa y ya tenía puesto el abrigo azul marino de marino. También una gorra de Capitán aún más oscura que el oscuro del azul marino de marino. Me la quitó de la cabeza y con ella a todas las demás mujeres del local. Me vacié en el mismo instante en que me quitó el tapón y se lo puso ella, todo se calló mientras nos miramos sumidos en una bruma etílica con la discoteca a punto de cerrar. Sentí entonces sisear sus pasos lentos hacia mi vaciedad adivinando el pánico de ser atropellado por un tren de mercancías…, y ocurrió así:
-Hola Corto ¿Me dejas tu mano?
“Esta niña lee El Víbora –pensé-.
Nos habíamos mirado bien durante toda la noche. Me ha emocionado que me llamase Corto y que quisiera ver la línea de mi mano. Me ha emocionado su cuerpo y su anillo.
-Mi cicatriz está en otro sitio -le dije alargando mi brazo.
Puse entonces mi mano hacia arriba entre las suyas. La escrutó con la mirada y abriéndola como un libro en flor, la levantó con ese brillo de cristal roto que se les pone a las niñas de etanol.
-¿Sabes que eres muy guapo, Corto? -me dijo sosteniendo la mirada. Del espigado Maltés yo poseía las patillas temblorosas y el atuendo, Poco más.
-Mañana te vas a arrepentir. Yo no soy guapo.
-Mañana es después y no me apetece nada procrastinarte. [Hija de puta].
La gorra se volvió corona y al volcarla sobre su cabeza vertió cascadas de pelo color mostaza en espiral que goteaban sobre los hombros y sobre la espalda.
-Me llamo Almu, Almudena y tengo dieciocho años años.
Su edad me importaba una mierda.
“Almu, vamos a hacernos los novios hasta que tu muerte nos separe”.
Sí. Por Dios, sí.
Gafas ojos de gato, abrigo de cashmere, faldas cortas y botas largas. Mucho estilo. Culta. Moderna. Muy bien cuidada. Fanática perdida de los primeros Stones andaba forrándose las carpetas con Keith Richards desde la pubertad. Un par de pequeñas esposas enlazadas en la delicada muñeca por propia voluntad y un casco craneal de plata pura encajado en el pulgar. Dámelo. Tuyo es, mío no. Sin pestañear.
Supo lo que yo quería, lo que esperaba y lo que podía aportar.
Nos gustamos.
Salimos juntos del antro y nos buscamos la vida. Yo buscaba la suya en cada oquedad. Cualquier apéndice me valía, cualquier cosa con tal de arrancarle placer de las entrañas y oírselo expulsar hecho carnoso verbo como quien dicta misivas a un amante deseado que no está.
Almudena no grita. Susurra y respira agitada. Me insulta. De cabrón hijo de puta en adelante. A veces me daba una hostia. Me he puesto a cien mil veces oyéndola llamarme pervertido, cabrón, macarra, degenerado, hijo de puta y etecé; y pidiéndome entre convulsiones epilépticas que por favor la matase a sartenazos.
La niña bien perdiendo los papeles. Es genial. Sobre cualquier superficie se convertía en una terrible tempestad.
Si la vieras en el súper por la mañana, comprando leche desnatada para desayunar, no te entraría en la cabeza que fuera capaz de generar esas tormentas con sus carnes abiertas de par en par. Todo te lo da. Todo te lo quita.
El anillo no, el anillo sigue conmigo. Tengo una novia en Madrid.